Esta vez preparé la maleta como un autómata, sin fijarme mucho en qué metía y qué no. Ni siquiera me dio tiempo a llenarla con cervezas alemanas de las que le gustan a mi padre. El vuelo hacia España me pareció bastante más largo que de costumbre. Seguramente porque, por primera vez, no habría nada que celebrar cuando llegase a casa.
Cada 31 de Diciembre los cinco hermanos (tras el quinto mi abuela se rindió en su intento de tener una niña) se reúnen en casa de mi tío Miguel sobre la hora de comer para preparar la fiesta de Nochevieja, aunque esto sea sólo una excusa para empezar a cortar (y comerse) el jamón. El resto de la familia va llegando más tarde. Sin importar la hora, mi abuelo solía gritar eso de “que nos dan las uvas” o “no nos va a dar tiempo” (ya es idiosincrasia de los Berdugo imitar la cancioncilla). Desde que entras hasta que te vas hay ruido y jaleo en la casa. Los niños corren por los pasillos. La gente se apelotona para fumar en el balcón. Todos acaban reuniéndose y charlando a voces en la cocina mientras roban todo el jamón que pueden. Más tarde nos juntamos a cenar en el salón, veinte o veinticinco personas, repartidos en dos mesas. Los pequeños y los mayores. El tiempo ha querido que las mesas correspondan ya a los muy mayores y los no tan mayores. Mi tío Chicho siempre elige quedarse con la juventud porque él sigue siendo un niño. Mi prima Cristina se encarga de que no falte el vino, y mi prima Inma de prepararme un anual bocadillito de salmón que tiene su propia historia. Cuando no arman barullo, los más pequeños devoran la cena navideña resguardados por el frágil calor que proporciona la familia. Ajenos al momento en que la familia los necesitará también a ellos.
Quizás ese momento me llegó en esta ocasión. Ahora no había música, los niños no corrían por los pasillos y mi tío Miguel no preparaba sus famosos cócteles, bendita su mano con el ron. No había ni rastro de la jovialidad a la que nos habíamos acostumbrado durante tantos años. Los ojos se veían enrojecidos, la habitación olía a cansancio. Incluso al primo parecía haberle abandonado el sosiego y se apoyaba, derrotado, en una silla.
La misma silla se coloca cada año en el centro del salón, después de tomar las uvas, para preparar el gran acontecimiento: la llegada de Papá Noel. Ahora que no quedan primos pequeños la ilusión ha dejado paso a un amigo invisible. Para compensar, hacemos un espectáculo del reparto de regalos. Cuando dicen tu nombre acudes a la silla del centro a desempaquetar el tuyo, entre cánticos propios de verdaderos hooligans aprendidos a fuego después de tantas Navidades. Estos incluyen el clásico “que lo abra” para meter presión, el “lo que yo quería” que expresa disconformidad, “tooongo” pues siempre hay un abusón, o “recojan sus mondos” para dejar el escenario libre y limpio para el siguiente. Este es nuestro ritual más antiguo, y cada nuevo miembro de la familia ha de pasar por él (yo he tenido novias que han cortado conmigo antes de Nochevieja para evitárselo). Sólo los más pequeños pueden ayudar en el reparto, y si alguien se queda sin regalo se le corona como “el sin-re”. Preparar la lista de regalos los días anteriores se ha vuelto un proceso muy creativo, especialmente para mi tío Pepe, que siempre la adereza con historietas y chistes muy absurdos. Todos colgamos nuestras listas de deseos en una página web para dar pistas a nuestro amigo invisible, y siempre nos hacemos guiños los unos a los otros. Hace años que todos incluyen en su lista “jamón para mi Gabi”, porque en Alemania no hay jamón serrano. El reparto de regalos se suele retrasar un poco, ya que mi abuela se emociona después de las campanadas y dedica varios minutos a besarnos y abrazarnos a todos entre lágrimas. Algo que con los años se nos va pegando.
Cuando llegué mi abuela también lloraba, pero era un llanto muy distinto. Yo había llegado a Madrid tarde, después del entierro, desfasado con el resto de la familia. Tenía una mezcla de emociones extraña, como siempre que algo importante ocurre en la que vida que dejé, tan lejana. Sabía que debía estar triste, pero me sentía más bien culpable por no haber estado y al mismo tiempo aliviado por verlos a todos, como cada vez que vuelvo. Sentirlo como algo más ajeno que propio me dio fuerzas para ser esta vez yo quien tratara de cuidar de ellos. Incapaz de decir mucho, sonreí para consolar. Consolar a mi padre.
Mi padre ganó en alguna ocasión el Premio Fernando, algo así como nuestros Oscar particulares. Este es el premio que reconoce al miembro de la familia que más borde ha sido con otro miembro de la familia. Es un gran honor. Como si de la retirada de un dorsal se tratase, el premio acabó adoptando el nombre de mi tío Fernando. Era más simple bautizarlo así que adjudicárselo cada año, aunque últimamente está flojillo (debe ser que la edad lo enternece). El premio tiene su variante entre los más jóvenes: el Premio Cristina, en honor a su hija, que nos confirmó que ser hosco se lleva en los genes. Yo lo gané una vez, cuando le quité de la boca un pastelito de nata a mi primo Javier, de 4 años, y lo hice llorar. No me siento orgulloso de decir que el pastelito mereció la pena.
El día antes de volver a Alemania fui con mis padres al cine, mi excusa preferida para hacer lo que me he dado cuenta que prefiero hacer cuando vuelvo, que es estar con ellos. Además, mi criterio para distinguir si una película es buena o mala siempre ha consistido en saber si a ellos les gusta o no, y había oído maravillas de “Tres anuncios a las afueras de Ebbing, Missouri”. Nos encantó. En un conmovedor comienzo, premonitorio del acontecimiento principal sobre el que orbita la película, empezó a sonar la melodía de “The Last Rose of Summer”, un bello canto a lo efímero de la vida y la soledad tras la marcha del ser querido.
Todo se hizo de pronto real. Fue así como, por fin, lloré por la muerte de mi abuelo.