Hace tiempo que borré de mi teléfono las fotos del día más feliz de mi vida. Cuando nos preguntan por nuestros momentos más felices las personas solemos dudar, afortunadamente porque suele haber mucho donde elegir. Yo recuerdo haber sido muy consciente, en ese preciso instante, en una pequeña playa del Puerto de Bares.
Durante nuestra infancia, cuando los amigos del colegio relataban sus aventuras del fin de semana en el pueblo, mis hermanos y yo callábamos. Nunca tuvimos pueblo, y si lo tuvimos se encontraba muy lejos como para ir regularmente. A cambio, teníamos Galicia.
Desde que tenemos memoria nuestros padres nos llevaron a veranear a Galicia. Los abuelos comenzaron la tradición hace más de cincuenta años, y desde entonces se convirtió en el lugar de descanso familiar. Mientras cada verano el resto de madrileños hacía las maletas y se dirigía hacia las templadas aguas del Mediterráneo, nosotros enfilábamos al norte. Las vacaciones comenzaban desde el mismo instante en que nos montábamos en el coche. Escuchar cualquiera de las músicas que mi tío Chicho nos preparaba en un viejo cassette que repetíamos en bucle durante el camino nos transporta, aún hoy, a esos largos viajes a través de la península. Apelotonados en “el abuelo”, el primer coche de mi padre, abandonábamos primero Madrid y después la procesión de villas más pequeñas cuyos nombres podríamos recitar de carrerilla.
San Cosme de Barreiros se encuentra cerca de la frontera entre Galicia y Asturias. Es un pueblo pequeño, atravesado por la carretera nacional que quedó huérfana de conductores tras la construcción de la autovía. Aquí, nuestros abuelos alquilaron el mismo piso año tras año hasta que el pueblo se convirtió en parte de ellos y ellos en parte del pueblo. Esos veranos vieron a mi familia crecer. Primero a mi padre con sus hermanos y más tarde a mi con los míos. Los días empezaban como lo hacían antaño, con la familia reunida en la mesa. El olor a café recién hecho nos ayudaba a despertarnos y si habíamos ido temprano a la panadería teníamos bollos de leche. Mientras apurábamos el desayuno, decidíamos qué hacer esa jornada. Probablemente fuese en esos veranos donde aprendí a improvisar, y a disfrutar de hacerlo. No teníamos móviles donde comprobar si llovería, y el meteorólogo se equivocaba con más frecuencia que las maltrechas rodillas de mi abuela. La solución consistía en mirar por la ventana. Si estaba nublado (la nube que le sobraba a Dios y que decidió poner sobre Barreiros, como decía mi abuelo), era día de monte y, si no, de playa. Desde San Cosme hicimos muchas excursiones guiados por nuestro padre, que ya había explorado esas montañas y acantilados en su juventud.
Obligada era la visita a la Playa de las Catedrales, un santuario ahora tan concurrido que hay que pedir hora para poder bajar. Hoy en día la llegada a Las Catedrales está facilitada por un paseo marítimo que conecta la costa lucense desde Barreiros hasta Ribadeo. En los alrededores se apelotonan los puestecitos y los coches que no caben en el moderno párking oficial. Pero antes no había nada de esto. El restaurante que disfruta hoy del monopolio a la entrada era entonces sólo un chiringuito cuyo regente indicaba a los turistas el único acceso a la playa. A Las Catedrales sólo se puede bajar cuando la marea está baja. Al retirarse las olas queda descubierta la pared de los acantilados, expuesto el arenal. El tiempo ha provocado que el mar esculpa en la roca formas y columnas imposibles, que le dan a la playa su sagrado nombre. Lo que antes fue secreto se convirtió hoy en objetivo del turismo masificado, que se pelea por hacerse la foto antes de que los atrape la marea. Para conservar nuestra relación cómplice, hacemos una excepción en nuestra regla y visitamos la playa los días nublados, de menos gente, y ésta nos recibe como a un viejo amigo al que hace tiempo que no ves pero que conoces profundamente.
Así crecí junto a mis hermanos, explorando esos rincones de Galicia hasta que Galicia también nos perteneció. Y de la misma forma que nuestro padre y nuestros tíos la compartieron con nosotros, nosotros la compartimos con las personas que queríamos.
Ese verano, que quizás fue en mi vida la culminación de un verano mucho más largo que pronto terminaría, llevamos a nuestras parejas a la Playa de las Catedrales, y también a Rinlo a comer percebes, al pico de San Esteban, al mercado de Ribadeo, al puerto de Tapia, a las fiestas de Foz y a ver el atardecer a Estaca de Bares.
Aquel podía haber pasado por otro día cualquiera. No hicimos ni vimos nada que no hubiésemos hecho ni visto antes, pero al mismo tiempo todo fue ligeramente distinto, ligeramente mejor. Antes de anochecer, estuvimos jugando en la tranquila playa de Bares, resguardada de la furia del Cantábrico por el pequeño pueblo pesquero del mismo nombre. Más tarde subimos al acantilado, cerca del faro, para contemplar la puesta de sol desde el mismo sitio donde la habíamos contemplado tantos veranos antes. Fue aquí que confluí en el tiempo y el espacio con las personas que más quise. Y al igual que muchos momentos especiales transcurren sin que nos fijemos en ellos, yo recuerdo ser consciente, en ese instante, del día tan especial que había vivido. Y cómo aquello dio sentido a tantas otras cosas, que más tarde olvidaría.
De la misma forma que la luz del faro acompaña y guía a los barcos tras la puesta del sol, el recuerdo de esos veranos y aquel momento me acompaña y reconforta, aún hoy, después de tantos años.